ARTICULOS REEDITADOS/ ARTICLES REISSUED
Artículo original publicado en Archivos de Ciencias de la Educación, 3°época, n°2, julio- diciembre 1961
Ver presentación realizada por Rocío
Levato y Augusto Sánchez Ventimiglia
para el número especial de la revista en
conmemoración a los cien años de
Ciencias de la Educación (1914-2014) en la Universidad Nacional de La Plata
Muchas veces se ha planteado la cuestión de la existencia de una pedagogía argentina. Pero no siempre la solución del problema ha respondido a un enfoque metodológico correcto, puesto que el interrogante está condicionado a la posición que se adopte frente a la posibilidad misma de las pedagogías nacionales.
Más aún, todo depende del sentido que se dé al término pedagogía. Si por él se entiende una teoría y una técnica científicas de la educación, es porque se le reconoce una universalidad que trasciende todas las fronteras geográficas o políticas. No obstante, como el punto de partida y el de llegada del proceso educativo es el hombre, el pensamiento que trabaje con ese proceso necesariamente ha de sustentarse en las realidades individuales y socio-culturales que, concretamente, definen a cada hombre y a cada grupo de hombres. Desde este ángulo puede, pues, decirse que, junto a principios y a técnicas universales, es factible e imprescindible desarrollar ideas, normas y organizaciones pedagógicas específicas para cada comunidad humana.
Lo expresado tiene validez como apreciación de índole teórica e ideal, pero no resuelve el problema concreto de la existencia o no existencia de una pedagogía argentina e, incluso, de una pedagogía latinoamericana. El tema es complejo y su tratamiento merecería una extensión de la cual no disponemos aquí. Sin embargo, vale la pena aunque más no sea esbozarlo con intención modesta de aportar elementos primarios para su estudio con miras no sólo a la interpretación y balance de la pedagogía actual argentina, sino como medio de trazar algunas posibles líneas de trabajo para nuestras futuras generaciones de pedagogos.
El supuesto de este aporte no puede ser otro, en primer lugar, que otorgar a la pedagogía el significado de un conjunto orgánico de ideales y fines educativos, de conocimientos científicos y de técnicas decantadas a lo largo del intenso trabajo cotidiano de pedagogos y educadores. No se trata de la educación -que es un arte y una actividad concreta- sino de un pensamiento preciso, de un estudio positivo y de una científica regulación de la misma. Desde esta perspectiva resulta claro que todavía no tenemos una pedagogía argentina, sino tan sólo valiosos elementos dispersos para su constitución y, por supuesto, una problemática educacional propia.
En otra oportunidad hemos afirmado que es característica de los pueblos latinoamericanos una profunda vocación y una urgencia educadoras reflejada en la acción de sus prohombres a la vez grandes educadores de pueblos. Esa urgencia educativa, esa impostergable vocación magistral, han determinado que la pedagogía latinoamericana -y por cierto argentina- sea eminentemente “activa”. Los pocos años andados en la historia no nos permiten la serenidad necesaria para armar una pedagogía teórica que es privilegio de pueblos con sedimentada cultura. La realidad en formación nos incita a actuar sin dilaciones, a buscar prontas salidas, y ello hace comprensible que, salvo contadísimas excepciones, los hombres comprometidos en el pensar pedagógico de América sean reformadores, virtuales o efectivos, profundamente conectados con su circunstancia.
El indicado es uno de los valores positivos de la pedagogía de nuestros países, sobre todo porque supone la convicción de que será universal en la medida en que se mantenga vigorosamente americana. Pero no hay que dejarse deslumbrar hasta el punto de creer que el “activismo”- no en sentido didáctico, sino como actitud- será la permanente y única salida para nuestros problemas sociales, culturales y específicamente pedagógicos. En ello reside la grandeza de nuestras construcciones educativas porque al sentirse adheridos a lo concreto, nuestros pedagogos han sido pensadores muy peculiares preocupados por superar la esquemática y fría pedagogía de gabinete. Pero no es menos verdadero que también allí está su debilidad, porque al no organizarse los esfuerzos en sistemas continuos y depurados por la paciente observación de éxitos y fracasos, esas construcciones sufren el constante vapuleo que reduce toda obra al pequeño fragmento de una buena intención. Esto explica que cuando logramos dar forma a una buena experiencia educativa parejamente se corra el riesgo de verla desaparecer con su realizador por no haber sabido crearle los justificativos teóricos y científicos que puedan darle permanencia. Principio que si es válido para experiencias aisladas, lo es mucho más para el conjunto de la pedagogía y la educación argentinas y latinoamericanas.
En lo expuesto creemos haber dado la razón por la cual en nuestros países no ha cristalizado una pedagogía científica de líneas definidas y sí una que es política y actuante. Si por el modo peculiar de nuestra cultura en desarrollo, o de nuestro temperamento, no ha sedimentado una pedagogía de definidos rasgos científicos, no debe bastarnos la simple comprobación del hecho. El deber impostergable es bregar por instilar en la pedagogía política el espíritu objetivo de la ciencia. Sólo así nuestra pedagogía responderá a la política grande de los ideales de todo un pueblo y no a la pequeña de los grupos transitorios. Sólo así podrá salvarse, por su ajuste y equilibrio, algo que los latinoamericanos quisiéramos conservar para ascender por la historia: la tensión creadora y fecundante entre la pasión, la acción y el pensamiento.
Es evidente que, como todo pueblo, los argentinos tenemos una historia de la educación. Pero nos falta la visión crítica de esa historia, la conciencia depurada de lo que ella nos impone o nos entrega para su elaboración, la visión orgánica de los ideales que perseguimos y, consecuentemente, el conjunto de afinadas técnicas didácticas y de principios de organización que respondan a esos ideales.
Del análisis de la historia de nuestra educación surgen ideas y normas a raudales. En las generaciones de Mayo y del Treinta y Siete está la fuente inagotable; en Sarmiento una cima desgraciadamente no del todo escalada todavía; desde él hasta hoy una multiplicidad de teorías y de realizaciones no siempre orgánicas pero muchas veces fecundas.
En lo que va del siglo -concretamente en la segunda y en la tercera décadas- dos tendencias se disputaron el predominio en la orientación del trabajo pedagógico: el positivismo y el antipositivismo. El primero comenzó su declinación hacia 1920 -no sin antes dejar creada la primera Facultad pedagógica de América- y contó entre sus figuras más altas a Mercante, Senet, Ferreyra y muchos otros; el segundo inició su ascenso por ese año para alcanzar su mayor expresión teórica en Juan Mantovani aunque en las últimas etapas de su pensamiento se observa una revaloración del positivismo. Otros nombres destacados escapan un tanto al rígido encasillamiento dentro de esas corrientes. Tal el caso de Saúl Taborda, con fuerte formación germana, o el de Alfredo D. Calcagno que, si bien trabaja con el método positivo, y procede del positivismo, no pertenece espiritualmente a él sirviendo de nexo en los últimos años entre dos generaciones de pedagogos. Tal el caso, también, de Juan E. Cassani preocupado, como Américo Ghioldi -aunque con orientaciones diferentes- por los problemas de la política y la organización educacionales; o el de José Rezzano que llevó a la cátedra universitaria los principios del movimiento de la “nueva educación” y el de Clotilde Guillén de Rezzano que realizó prácticamente esos principios y los difundió particularmente en el nivel de las Escuelas Normales.
En casi todos los casos, las figuras mencionadas que actuaron después del año treinta debieron librar una dura lucha solitaria para mantener viva la tradición y la severidad científica y filosófica de los estudios pedagógicos desde entonces injustamente desacreditados. A pesar de sus esfuerzos los veinte años anteriores a 1950 fueron predominantemente negativos desde el punto de vista de la promoción efectiva de investigadores y técnicos en el campo de la educación tanto como de educadores realmente preparados para una actividad científicamente fundada. En las Universidades la formación pedagógica no era suficiente, no respondía a las necesidades del país ni se ponía a tono con las nuevas corrientes de la pedagogía que se desarrollaban en los países más adelantados del mundo. Por su parte las disciplinas pedagógicas en las Escuelas Normales no pasaban de un nivel mediocre manteniéndose dentro de los viejos cánones.
Los pocos pedagogos formados en esos años -que son los que actúan en este momento- si bien dominaban las grandes teorías filosóficas sobre la educación, carecían de los instrumentos intelectuales y técnicos para ponerse en contacto con la realidad misma de la educación -escolar o extraescolar-, desentrañar sus secretos y ampliar sus posibilidades.
A pesar de todo la década del cincuenta deja ver un decidido intento de recobrar para los estudios pedagógicos la fuerza que tenían antes de 1930, y, sin que se abandone la visión filosófica, incorporar definitivamente el método científico y positivo a la dilucidación de sus cuestiones específicas. Por otra parte sacude al país, y particularmente a sus educadores, un fervor pedagógico que ayuda a la revaloración de la pedagogía como tal. El ambiente está dado, particularmente en las Universidades, quizás las únicas que en este momento pueden iniciar un movimiento de recuperación, pero los pedagogos hoy militantes viven un estado de espíritu muy especial. Se sienten -tal vez sea ése su destino- como miembros de una generación de transición: todavía no han resuelto sus problemas teóricos y prácticos de modo coherente, al mismo tiempo que comprenden que sólo en el encuentro de la reflexión filosófica y de la investigación científica positiva está el comienzo de una pedagogía verdaderamente fecunda. Esta pedagogía no puede ser otra que una pedagogía de síntesis -no de compromisos convencionales- entre las ideas y los hechos, entre lo científico y lo político, entre la especulación y la observación.
Como generación de transición tiene asignada la importante tarea de abrir el camino para que la generación de pedagogos que se forma elabore definitivamente una pedagogía sintética o comprensiva -en el más amplio sentido del término- por encima de la lucha entre escuelas cerradas y capaz de abarcar en un sistema abierto los múltiples aspectos que la educación brinda al análisis. Tomando los aspectos en su totalidad evitará las unilateralidades; superando las escuelas con visión crítica podrá incluso hacerles justicia y, atendiendo a nuestro pasado más inmediato, recoger lo que de perdurable dejó la brillante generación de positivistas -el retorno a lo concreto, a la investigación y a las experiencias directas- tanto como lo que definitivamente enseñó el antipositivismo- la integración de los hechos pedagógicos a una teoría amplia y coherente-.
Este afán de síntesis creadora se observa ya claramente en los planes de estudios que las distintas Universidades argentinas aplican para sus carreras de Ciencias de la Educación, los cuales, al mismo tiempo, traducen el reconocimiento, en los medios académicos, del derecho de la pedagogía a una vida propia. El eco auspicioso que los nuevos planteos han encontrado en nuestro medio, se recoge claramente en las conclusiones de la “Primera Reunión de Departamentos e Institutos Universitarios Nacionales de Ciencias de la Educación” (La Plata, septiembre de 1961), que se reproducen en este número de nuestra Revista. De entre ellas merecen destacarse como senderos precisos para el futuro de los estudios pedagógicos argentinos, el de la investigación de los hechos pedagógicos, el de la incrementación de las experiencias educativas, el enfoque interdisciplinario de la temática pedagógica, el de la ampliación del sentido tradicional de las carreras universitarias de Ciencias de la Educación que a sus objetivos docentes deben agregar la preparación para el trabajo de campo mediante la formación de expertos y de investigadores, el de la necesidad de acrecentar la preparación técnico-profesional de los educadores de todos los ciclos didácticos, el del trabajo conjunto de los pedagogos de todo el país en la dilucidación de los grandes problemas de la educación nacional, sobre la base de nuestra línea democrática y popular, que lejos de desdibujarse se afirma hoy con más fuerza que nunca.
Crear en los jóvenes que estudian pedagogía o en los que la están haciendo como auxiliares de las cátedras y de los institutos pedagógicos universitarios, la conciencia de la necesidad de recorrer esos caminos -muchos de los cuales son senderos que vuelven a retomarse- como condición imprescindible para una revitalización de los estudios educativos argentinos, es quizás la más importante de las misiones a asignar a los pedagogos formados. Conciencia que, en primer término, ha de llevar a un balance, a un severo análisis crítico de nuestra situación pedagógica y educacional que cimente un real aporte a la ciencia de la formación humana al servicio de nuestra concreta comunidad nacional. Misión, al fin y al cabo, universal del pedagogo que puede sintetizarse con las bellas palabras de Eduard Spranger: “El punto de reunión para todas las experiencias y movimientos en el dominio de la educación es el pedagogo; y hay que confiar en que no sea una criba, sino un espíritu formador y plasmador que pueda devolver lo recibido, elaborado, a la idea”.
Ricardo Nassif
La Plata, diciembre de 1961
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