Dosier
Desarrollos recientes en educación comparada: mitos, enredos y maravillas
Resumen: La educación comparada, como campo de estudio, se aferra a dos mitos de su propia cosecha: que es útil para asesorar a los gobiernos sobre política educativa y que se dedica a comparar. Sus enredos son más recientes que sus mitos, aunque casi igual de corrosivos: por ejemplo, que PISA y las clasificaciones mundiales de las universidades son una forma de educación comparada, y que esta última se describe bien con la nomenclatura “educación comparada e internacional”. La buena noticia es que comienza a ser posible plantear por qué la “educación comparada” sigue transformándose pero también por qué es improbable que desaparezcan sus principales enigmas intelectuales.
Palabras clave: Mitos de identidad, Yuxtaposición, Lectura de lo global.
Recent developments in comparative education: myths, muddles, and marvels
Abstract: Comparative education, as a field of study, clings to two myths of its own making: that it is useful for advising governments about educational policy; and that comparative education compares. The muddles of comparative education are more recent than its myths, but are almost as corrosive: for example, that PISA and university world-rankings are a form of comparative education; and that comparative education is well described by the nomenclature “comparative and international education”. The good news is that it is becoming possible to suggest why “comparative education” keeps morphing but also why its core intellectual puzzles are unlikely to disappear.
Keywords: Identity myths, Juxtaposition, Reading the global.
Introducción
Un título como “Desarrollos recientes en educación comparada” implica que a continuación se comentará una nueva literatura. Sin embargo, el acontecimiento principal en determinados campos de estudio académico no es necesariamente lo que se está escribiendo y pensando en un momento histórico concreto. El tema de este pequeño artículo no es la tarea relativamente fácil de identificar los trabajos más recientes y brillantes realizados en educación comparada, sino la tarea más confusa y complicada de reflexionar sobre la naturaleza camaleónica de la disciplina y su sensibilidad a los cambios del mundo político y económico.
Actualmente, la educación comparada académica se encuentra en una situación muy delicada. Lo que ocurra en la próxima década tendrá una importancia capital. Un precipitado exceso de confianza de los comparatistas de los tempranos setentas que les hacía creer que poseían magia metodológica ha desaparecido. El entusiasmo simplista por la “globalización” como definición del mundo a finales de los noventa se ha apagado. Ahora mismo, muchos artículos de “educación comparada” que se ofrecen para ser publicados en revistas especializadas son meros informes insulsos basados en aún más insulsos proyectos de investigación sobre “educación” que hacen poco por iluminar las estructuras profundas del poder político y, menos aún, por inspirar el intelecto. Lo que ahora se considera “educación comparada” es confuso, por ello, bien vale una mirada suspicaz y un par de advertencias explícitas. La educación comparada académica, universitaria, también se está replanteando y el campo de estudio está recuperando tanto impulso como importancia intelectual. ¿Maravillas? Quizá. El caso dista mucho de estar probado, pero al menos se puede afirmar que existe un caso.
Se explorarán tres temas. El primero remite a la construcción de dos supuestos que distorsionan el debate en educación comparada y que serán identificados como “mitos”. El segundo tema identifica algunos nuevos “enredos” en la disciplina y sugiere que deberían revisarse críticamente de vez en cuando y no permitir que se conviertan en verdades convencionales (es decir, en nuevos mitos). El tercer tema se refiere a las oportunidades para repensar la educación comparada.
Herencia, identidad y mito
Casi todos los académicos que se autodenominan “educadores comparatistas” conocen su “historia” como un relato sobre el progreso cuya construcción proviene de la combinación de dos perspectivas. La primera se toma de una mini-historia elegantemente escrita dentro de un texto más largo de Harold Noah y Max Eckstein (1969), cuya narrativa muestra que la educación comparada ha avanzado a través de una serie de etapas hasta llegar a ser coherente. El mito de la identidad se vincula al éxito, aunque “la historia” en sí misma sea un tanto teleológica: la educación comparada académica se interpreta como un ascenso desde el simple concepto de ciencia de Jullien de Paris en 1817 hasta el sofisticado concepto de ciencia de Noah y Eckstein ciento cincuenta años después. La segunda perspectiva, muy explícita en los escritos de Brian Holmes (1965) y Edmund King (1968), sostiene que la educación comparada debería utilizarse para asesorar a los gobiernos sobre política educativa: Holmes aboga por “un enfoque de resolución de problemas” y King subraya la importancia de los “puntos críticos de decisión”.
La construcción, y su considerable visibilidad, de esta Gestalt medio-Atlántica del campo de estudio (a menudo utilizada pedagógicamente como legitimación de una identidad académica) implicó dos inesperados movimientos epistémicos. En primer lugar, los principales administradores de los sistemas educativos nacionales del siglo XIX fueron etiquetados como “educadores comparatistas”: Victor Cousin en Francia, Horace Mann en Estados Unidos, Kay Shuttleworth en Inglaterra, Egerton Ryerson en Canadá. Esto es un poco extraño, parecido a sugerir que algunos infames o famosos Ministros de Finanzas, como Jacques Necker en la Francia prerrevolucionaria o William Gladstone en la Inglaterra victoriana eran teóricos de la Economía. El segundo movimiento epistémico inesperado fue el énfasis en lo que David Phillips (2020a) llamó “una charla mundana en una reunión menor” en Guildford, Surrey, el 20 de octubre de 1900. Esa charla de Sir Michael Sadler (1900/1979) llevaba por título How far can we learn anything of practical value from the study of foreign systems of education? .¿Hasta qué punto podemos aprender algo de valor práctico del estudio de los sistemas educativos extranjeros?]. Lo importante de esta conferencia –escrita por Sadler en el lenguaje sencillo de una buena conferencia y apelando a metáforas sobre jardinería- es que puede utilizarse para legitimar diferentes visiones de la educación comparada. Así, ofreció a los estudiosos posteriores la posibilidad de elegir lo que querían legitimar –de hecho, las citas de la conferencia en artículos académicos y libros se hicieron tan frecuentes que puede correctamente calificarse como “famosa”. Ante las preguntas que plantea, aporta respuestas similares a las ofrecidas por el oráculo de Delfos, sin embargo, contribuyó brillantemente a crear un mito de identidad.
En general, estos dos movimientos –el reconocimiento hacia los administradores de los sistemas educativos y el énfasis en los “valores prácticos”- significaron que los intereses académicos y políticos contradictorios en la “educación extranjera” –durante el siglo XIX y los primeros sesenta años del siglo XX- quedaran ocultos o, al menos, silenciosamente encubiertos. Dichos movimientos también construyen una identidad académica con dos elementos centrales: la confianza en que la educación comparada pueda convertirse en una ciencia y en la conveniencia de actualizar su presunción de utilidad (específicamente, que pueda asesorar a los gobiernos en materia de política educativa, sin ninguna advertencia digna de mención sobre los términos en los que sería impropio brindar servicios a particulares gestiones) (Cowen, 1973).
El segundo mito de identidad procede de la corrosiva corrupción de dos palabras: “educación comparada”. La mayoría de los especialistas en educación comparada pueden “comparar”, es decir, escribir un trabajo académico formal que –dependiendo de su capital académico y cultural- examine Argentina y Brasil, o Francia y Alemania (o Japón y Corea del Sur o Canadá y Estados Unidos, etc.), analizando algún aspecto educativo. A veces, los antecedentes académicos de quienes se dedican a la educación comparada facilitan esta “comparación”: en la Universidad de Oxford, por ejemplo, Bill Halls hablaba un francés excelente y, de hecho, tradujo al inglés uno de los principales libros de Durkheim. O quizá el compromiso con la educación comparada surgió porque los académicos habían vivido en otros países. Los ejemplos incluyen al menos siete famosos comparatistas de una generación anterior: Isaac Kandel –nacido en Rumania- alcanzó la madurez en Inglaterra y pasó a trabajar profesionalmente en Irlanda y luego en Estados Unidos, y George Bereday –de origen polaco- fue profesor en el Teachers College de Columbia a partir de 1955 (Epstein, 2020). Nicholas Hans –de origen ruso- se convirtió en 1948 en Lector de Educación Comparada en el King’s College de Londres y Joseph Lauwerys –belga- fue profesor de Educación Comparada en el Institute of Education de la Universidad de Londres más o menos al mismo tiempo. En la generación inmediatamente posterior, los ejemplos incluyen a Harold Noah y Max Eckstein –ingleses que emigraron a Estados Unidos- y Janusz Tomiak –polaco-, contratado en el Institute of Education de la Universidad de Londres como especialista en Europa del Este y la URSS. Esta pauta de solapamiento entre movilidad internacional, residencia prolongada en el extranjero y compromiso con la educación comparada ha continuado: los ejemplos actuales incluyen a Euan Auld (de Escocia) en Hong Kong, Terri Kim (de Corea del Sur) en Inglaterra, Maria Manzon (de Filipinas) y Jeremy Rappleye (de Estados Unidos) trabajando en Japón, e Iveta Silova (de Letonia) en Estados Unidos (Cowen, 2020a). Sin embargo, una vez que los modelos de cualificación académica en educación comparada se estabilizaron en varios países, a partir de mediados de la década de 1960 se hizo posible “formarse” para ser especialista en esta disciplina. Estos requisitos de “formación” fueron explicitados en el Institute of Education de la Universidad de Londres por Joseph Lauwerys, y en el Teachers College de Columbia por George Bereday, quienes establecieron expectativas sobre la residencia en el extranjero, la asistencia a cursos de un semestre de duración en una amplia gama de ciencias sociales y la adquisición de habilidades lingüísticas. A medida que se estabilizaba el modelo de titulaciones académicas en los lugares que tenían una secuencia de licenciatura, maestría y doctorado, se hizo necesario mostrar estas habilidades básicas de “comparación” en los exámenes de grado o en las defensas de tesis de posgrado.
Hay toda una serie de sutilezas que podrían decirse sobre estos modelos. Por ejemplo, que la formación doctoral del Teachers College era enciclopedista, un poco como la propia biografía intelectual de Bereday. Sin embargo, una cosa burda debería decirse primero: asombrosamente, los educadores comparatistas empezaron a reflexionar y a hacer distinciones sobre los trabajos publicados en las revistas, entre artículos que eran “comparativos” y los que no lo eran. Esto es un poco extraño. Si tengo un artículo publicado en The Journal of American History o en Paedagogica Historica, entonces el artículo es histórico. El proceso editorial es el acto de clasificarlo dentro de la Historia y su publicación significa legitimarlo como “histórico”. Juntas, la clasificación editorial y la legitimación conferida por la publicación crean una especie de Quod Erat Demonstrandum [lo que se quería demostrar] académico. La sociología de definir una forma particular de conocimiento es clara: los especialistas –no sólo los especialistas en Historia sino, en el término de Robert Merton, los historiadores “guardianes”- siguen un complejo proceso para dictaminar que el artículo publicado es “histórico”. En cambio, los especialistas en educación comparada empezaron a alborotarse e inquietarse: lo que empezaron a hacer –sobre todo, en las reseñas sobre “avances” en números aniversarios de revistas especializadas- fue establecer distinciones entre lo comparativo y lo no comparativo luego de las publicaciones. Se dictaminó a posteriori que sólo algunos trabajos eran “realmente” educación comparada. Se produjo así una retrospectiva de la legitimación epistémica formal conferida por el acto de publicación, y lo que siguió fue una mayor inquietud acerca de lo que “realmente” era educación comparada.
El criterio utilizado para definir una “real” educación comparada fue la yuxtaposición, y éste es un principio muy corrosivo: la define como una forma de presentación, como si fuese creada por una Ley de Yuxtaposición y la no yuxtaposición significase que el texto fuese otra cosa (sociología, historia o lo que sea). Así, contar las horas anuales que dedican los niños ingleses a las tareas escolares (digamos, niños de trece años) e informar sobre las mismas es investigación, pero informar sobre las horas que dedican a las tareas escolares los niños de trece años de Inglaterra y Japón es investigación de “educación comparada”. Este énfasis en la yuxtaposición como forma de definir la “educación comparada” es una invitación a la trivialidad intelectual.
Por supuesto, la “educación comparada” “compara”, pero lo hace de una forma más compleja. La cuestión vital radica en los significados políticos, económicos y culturales de los modelos educativos y en la forma o las formas en que se los entenderán.
Enredos: medidas, medios de comunicación y denominaciones
La educación comparada utiliza un pequeño número de ideas cruciales y cada educador comparatista puede distinguirse por las combinaciones de temas que elige enfatizar. Estos temas son las “ideas unitarias” de la educación comparada (Cowen, 2009a y 2020b), que incluyen el sistema educativo, el espacio, los conceptos de identidad educada, el Estado, la praxis, el tiempo, el contexto social y la “transferencia” (el movimiento internacional de ideas, principios, instituciones y prácticas).
La problemática intelectual crucial de la educación comparada es la transferencia, que siempre crea un notable rompecabezas: “a medida que se mueve, se transforma” (Cowen, 1994 y 2009b). Una institución educativa, una práctica o un principio (una universidad, un estilo de enseñanza, una nueva visión de la educación de las mujeres o de los chicos de “clase obrera”) se transforman a medida que se desplazan. Así pues, la definición de lo que es “una universidad” cambia cuando y porque se transfiere y se traduce, es decir, se extrae de un modelo de integración social y se ajusta para integrarse socialmente en una sociedad diferente. Heinz-Dieter Meyer ilustra muy bien este punto en su análisis de la “transferencia” de “la universidad” de Alemania a Estados Unidos (Meyer, 2017). Este sentido de integración social –la necesidad de interpretaciones sustentadas de la idea unitaria de “contexto social”- es una de las características intelectuales que permite conferir el término “comparativo”. Por ejemplo, tanto Ralph H. Turner como Max Weber describen “el sistema educativo” e iluminan las formas en que está moldeado por presiones políticas, económicas y culturales.
Hacer “comparaciones” significa que no se puede tener una cosa sin la otra: se necesita una descripción educativa . alguna explicación de la integración social. Así, el trabajo de Turner (1960) sobre la movilidad patrocinada y disputada muestra cómo las estructuras de la escuela secundaria y las “normas populares” sobre la selección educativa conforman la ambición social y económica en los sistemas escolares estadounidense e inglés de un periodo concreto. Por su parte, el análisis de Weber (Gerth y Mills, 1970) sobre los literatos de la China “clásica” y las nuevas profesiones de Europa en el siglo XIX relaciona las formas de conocimiento con la base económica, identifica principios de selección social y promoción y confirmación de estatus a través de la educación, y contrasta cuidadosamente dos formas diferentes de educación que él denominó “la cultivada” y “la experta”. Tanto el trabajo de Turner como el de Weber “yuxtaponen”, pero sus narrativas y sus análisis se convierten en contribuciones para la educación comparada no por su forma yuxtapuesta, sino porque iluminan, con gran claridad, las pautas de al menos cuatro de las ideas unitarias de la educación comparada: las texturas de la integración social, la estructuración de los sistemas educativos, la importancia de las diferencias en el espacio político y la conformación de la identidad educada1.
Dicho esto, la forma de abordar la “integración social” sigue siendo uno de los problemas clásicos de la educación comparada, un problema extremadamente difícil de resolver. Para algunos pioneros, como Isaac Kandel (1933 y 1955), narrar la “historia” era una forma importante de acceder a la integración social. Más tarde, surgieron teorías explícitas sobre la integración social. Nicholas Hans (1958) subrayó la importancia perenne –y las configuraciones locales- de una serie de “factores” que, combinados, conformaban los sistemas educativos y tal vez se adelantaban a determinadas posibilidades de reforma. Los “factores” eran las religiones, los sistemas de creencias políticas, la raza, las lenguas y las circunstancias económicas y geográficas. En lugar de estos supuestos “culturalistas”, Noah y Eckstein reforzaron la tradición de la sociología estructural-funcionalista de tratar la integración social mediante el concepto de variables, una tradición que ha adoptado diversas formas (véase la œuvre de Talcott Parsons o la econometría) pero que ellos ilustraron muy bien, en sus propios términos (Eckstein y Noah, 1969). La tradición sige viva y a menudo se demuestra rigurosamente en una de las principales revistas del campo: Comparative Education Review.
Por supuesto, se puede ignorar la integración social, lo que nos conduce a las tareas escolares o nos lleva al Programme for International Student Assessment (en adelante, PISA) .Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes].
Es evidente que tanto PISA como el Banco Mundial evalúan cuidadosamente, contrastan y comparan el rendimiento de los sistemas educativos e indican en sus informes cuán bien funcionan. Su trabajo parece satisfacer una aspiración que C. Arnold Anderson solía discutir de vez en cuando: que tendríamos “una educación comparada” cuando conociéramos los resultados de los sistemas educativos (Cowen, 2014). El punto es seductor: si se conocen los resultados, es de suponer que (dados los modelos convencionales de la importancia de la similitud y la diferencia como modo de explicación) tarde o temprano se podrán averiguar las causas de los buenos y la de los malos resultados. El punto también es peligroso. Hay dos peligros. En primer lugar, ¿qué tipo de “resultado” se desea obtener? ¿Conocer los “resultados” en términos culturalistas, es decir, comprender la “identidad educada” que se transmite dentro de los sistemas educativos? Eso podría comprenderse para varios países a través de la línea de trabajo iniciada por Joseph A. Lauwerys sobre los conceptos de “educación general” (1959 y 1965). ¿O se pretende conocer los resultados a través de tests, dentro de la tradición de investigación empirista de la International Association for the Evaluation of Educational Achievement [Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Educativo], como si los sistemas educativos fueran equipos de fútbol y uno (Japón, Checoslovaquia, Corea del Sur) emergiera como “el campeón” con los demás situados en orden de clasificación detrás suyo? El segundo problema que plantea el deseo de conocer los resultados de los sistemas educativos supone definir qué sentido se “conocen” ¿Se conocen gracias a las técnicas creadas en el campo precisamente para llevar a cabo encuestas internacionales destinadas a la recopilación de “big data”?, ¿o se “conoce”, en un acto de Verstehen, la integración social de los resultados? ¿Qué se ha recopilado: clasificaciones basadas en los resultados de los exámenes o interpretaciones culturalistas del rendimiento?
La arista más sencilla de señalar es que PISA y el Banco Mundial no hacen educación comparada: pretenden hacer “transferencia”, pero no pretenden comprender la “integración social”. Los locales, descontentos e insatisfechos con sus resultados, tienen que arreglárselas para eliminar los problemas de integración social (Lundgren, 2011; Waldow y Steiner-Khamsi, 2019). PISA y el Banco Mundial saben que tienen soluciones para problemas concretos pero desconocen los contextos sociales. La segunda arista, la más importante, es que PISA y el Banco Mundial son parte de las políticas de un cambio hacia lo que paulatinamente se ha convertido en una actividad internacional: “educación comparada aplicada”. La antigua aspiración de ser “útil a los gobiernos” ha tendido a prolongarse (reforzada por los criterios oficiales de las universidades para la promoción de académicos), pero hay diferentes formas de educación comparada aplicada que deben distinguirse.
Una de las citadas formas es la del “consultor”, que suele ser un experto en la resolución de un problema educativo, ya sea la formación del profesorado o la mejora de la eficacia y la eficiencia de las escuelas. Los consultores pueden ser –o no (Cowen, 2006)- expertos en las formas de integración social desarrolladas por las instituciones educativas de la sociedad que asesoran. La segunda forma de educación comparada aplicada que se ha tornado visible –especialmente en el Reino Unido desde que el sistema universitario se reconstruyó, después de Thatcher, como una organización empresarial enmarcada en el mercado dentro de una ideología neoliberal- es la unidad de investigación aplicada. Habitual en las ciencias naturales, este modelo tuvo que inventarse para los estudios educativos y esto fue muy bien hecho por, por ejemplo, Andy Green en el Institute of Education (anteriormente dentro de la Universidad de Londres) y Simon Marginson que recientemente dejó el Institute of Education (actualmente ubicado dentro del University College London) para basarse en la Universidad de Oxford. Ambas unidades de investigación hacían y hacen educación comparada (“contextualizada”) en el marco de proyectos de investigación. La tercera forma de educación comparada aplicada es la más importante: el trabajo de las organizaciones internacionales y de las grandes organizaciones regionales que ofrecen soluciones a los problemas. Con esta tercera forma asistimos a nuevas sociologías referidas al modo en que se ofrecen resoluciones de problemas enmarcadas en estructuras de poder.
Los antiguos modelos de “aplicación” eran, implícitamente, dos. Uno era el del sabio comparatista que almorzaba con el Ministro de Educación, preferiblemente en el civilizado entorno del hotel The Athenaeum, o quizá cenaba en un colegio de Oxbridge, y le explicaba lo que había que hacer. Al menos en el Reino Unido, el otro modelo consistiría en adscribir a alguien experto en educación “en algún lugar” de un Comité Consultivo oficial, quien elaboraría un importante Informe que el gobierno aceptaría para orientar la política. Estos antiguos modelos ya han desaparecido (aunque Downing Street mantiene “asesores” en materia educativa un tanto misteriosos).2
La definición y presentación de este nuevo modelo de asesorías involucra con frecuencia a los medios de comunicación. Como brillantemente ha señalado Sue Grey (2020), las soluciones de PISA a los problemas educativos son ahora un gran acontecimiento mediático y no sea injusto señalar que, en medio de los complejos rompecabezas planteados por dicho programa (Meyer y Benavot, 2013), la calidad del debate público ha disminuido. El punto es de gran importancia porque la presión ideológica actual sobre las universidades (al menos en el Reino Unido) es hacer “investigación sólida y relevante” como un deber cívico para permitir que se creen políticas “basadas en la evidencia” dentro de sociedades democráticas. El principio está claro, pero su práctica social se ha vuelto tan elegante y elevada como si se tratase de un ballet. La política y la sociología de la interrelación entre la investigación y política pública, tanto como entre investigación, políticos y medios de comunicación, han tendido, siguiendo el análisis de Grey, hacia una simplificación excesiva de lo que es problemático. De ahí la crítica de los académicos al comportamiento de los políticos electos en cuanto a la comprensión de las evidencias y la selección de las soluciones (Auld y Morris, 2016; Morris, 2016).
Una vez más, el cambio histórico crucial se ha producido en una de las ideas unitarias de la educación comparada: el concepto de “Estado”. Ese cambio ha quedado bien demostrado en una muy considerable literatura que demuestra que se han creado nuevos modelos para el gobierno regional o internacional de los sistemas educativos (Addey, 2017; Auld, Rappleye y Morris, 2019; Fenwick, Mangez y Ozga, 2014; Grek, 2009; Grek y Ozga, 2010; Lawn y Grek, 2012; Lawn y Lingard, 2002; Meyer y Benavot, 2013). La política y la sociología del cambio en la naturaleza del Estado y en las formas de gobierno han sido bien documentadas en trabajos académicos muy buenos y urgentes. Aquí hay muy pocos enredos. El caso está bien planteado.
Sin embargo, había una pregunta previa muy poderosa. De manera seminal, Antonio Nóvoa y Tali Yariv-Mashal (2003) se interrogaron sobre la propia educación comparada como campo de estudio: “¿un modo de gobierno o un recorrido histórico?” Esto hace revivir y mantiene viva una cuestión urgente, contemporánea y complicada: los propósitos y el equilibrio de la educación comparada académica. ¿Hasta dónde debería llegar intencionalmente la “aplicación”? Uno de nuestros mitos fundacionales es que podemos y debemos ser útiles a los gobiernos. ¿Y cuándo lo hacemos? Abrazamos una avalancha de supuestos éticos y políticos si “leemos lo global” en términos de globalización económica y decidimos que tenemos consejos prácticos que pueden ajustar el sistema educativo y los niños en las escuelas para que se conviertan en eficientes y eficaces constructores de una economía del conocimiento que permita el éxito de “nuestra” nación. Está claro que podríamos leer lo global en términos de hacer un aluvión de juicios éticos y políticos sobre el papel adecuado de la educación comparada después del COVID-19, lo que reequilibraría drásticamente las cuestiones de política pública a las que hasta ahora hemos concedido prioridad. Esto podría llegar incluso a la creación de lo que se ha dado en llamar una educación comparada “post-humanista” para abordar las preocupaciones sobre el planeta, el cambio climático y las ansiedades por nuestra propia destrucción. En otras palabras, de repente estamos de vuelta en un mundo del que nunca hemos salido, pero que hemos hecho todo lo posible por tratar de forma simplista (“debemos asesorar a los gobiernos”). Esta posición valorativa –abrazada tanto por King como por Holmes a mediados de los 60, que discutían sobre casi todo lo relacionado con la educación comparada- escondía en la práctica una política de la Guerra Fría: qué gobiernos debían y podían ser asesorados ya estaba bastante claro, aunque con horribles ambigüedades sobre la Sudáfrica del apartheid.
El enredo político contemporáneo quizá se ilustre mejor con la palabra “internacional” e instantáneamente con la nomenclatura utilizada por las sociedades académicas profesionales. Por ejemplo, es la Sociedad Japonesa de Educación Comparada, pero es la Sociedad de Educación Comparada e Internacional (Comparative and International Education Society - CIES) la que tiene su sede en Estados Unidos. Es la Sociedad Europea de Educación Comparada (Comparative Education Society in Europe - CESE) y la Sociedad Italiana de Educación Comparada (Sezione Italiana della Comparative Education Society in Europe - SICESE), pero es la Asociación Británica para la Educación Internacional y Comparada (British Association for International and Comparative Education - BAICE). Estos ejemplos son quizás suficientes para despertar la curiosidad intelectual, con un debate complicado e interesante (Carnoy, 2006; Epstein, 2016).
La educación comparada empieza a enfrentarse a cuestiones sobre los mundos políticos y sociales a los que se dirige. La respuesta solía estar razonablemente clara. Fue George Bereday (1964), en tiempos de la Guerra Fría, quien inventó la expresión “la media luna septentrional” para denominar a los países a los que los especialistas en educación comparada dedicaban la mayor parte de su tiempo: Estados Unidos, toda Europa, la URSS, Japón y, a veces, China. También en aquella época se trabajaba en los departamentos universitarios sobre educación y “desarrollo”.
La transición de la palabra “colonial” a los términos “desarrollo” e “internacional” ha ayudado a pasar por alto la política de lo internacional. Y es esta última la que ahora se cuestiona, en términos de la identidad contemporánea y pretérita de la “educación comparada” (Takayama, Sriprakash y Connell, 2017; Takayama, 2018). Paradójicamente, el enredo en materia de denominaciones encierra un potencial considerable para que la “educación comparada” o la “educación comparada e internacional” se replanteen a sí mismas. Cualquier replanteo es una maravilla menor, sin embargo, tiene que producirse con una mayor atención no sólo al análisis sobre (lo que podría expresarse vagamente como) “el Norte” y “el Sur”, no sólo en términos de “Asia como método”, y no sólo en términos de los supuestos políticos y culturales que dieron forma al trabajo en educación comparada de Isaac Kandel y Paul Monroe. También requiere estar alerta al papel de las propias agencias internacionales, tanto en términos de la tesis de Daniel Tröhler (2013) acerca de la interrelación de la cultura de la OCDE y la Guerra Fría, como de las capacidades interinstitucionales para expandir los espacios de influencia (Li y Auld, 2020).
¿Maravillas?
Anteriormente se indicó que la educación comparada estaba delicadamente equilibrada, que aún no se habían demostrado maravillas pero que se podía esbozar un caso en el que empezaban a suceder cosas importantes; también que sería posible reflexionar sobre la naturaleza camaleónica de la educación comparada, su sensibilidad a los cambios en el mundo político y económico, y algunas de sus estabilidades. Estos temas sugieren colectivamente que la palabra “conclusión” sería inapropiada como subtítulo para estos últimos comentarios. Sin embargo, en vistas a la claridad y a un modesto grado de cierre (temporal), parece sensato reunir algunas conjeturas finales en una secuencia ligeramente forzada. El orden básico consiste en un movimiento de lo más simple a lo más complejo.
En primer lugar, se propuso revisar “la historia” de la educación comparada. La cuestión se presenta en términos generales: no se sugiere que los relatos actuales de la historia de este campo deban reescribirse de manera urgente, tal y como se presenta en el libro de David Phillips y Michele Schweisfurth (2008) y el de Maria Manzon (2011). Escribir una historia debidamente investigada conlleva problemas prácticos e intelectuales. Un replanteamiento serio sobre nuestra historia podría comenzar en pequeños seminarios, en artículos o en espacios similares. Afortunadamente, algunos números especiales de revistas especializadas (Kim, 2020; Manzon, 2018) y un par de libros nuevos (Epstein, 2019; Phillips, 2020b) han ofrecido recientemente potenciales contribuciones para este proyecto.
En segundo lugar, hay que escribir un conjunto de ensayos revisionistas sobre las obligaciones de la “educación comparada” para con los gobiernos. No es en absoluto obvio que exista algún imperativo ético especialmente notable o apremiante por el que la educación comparada deba estar al servicio de los gobiernos más que la economía comparada, la política comparada, la historia o la sociología. Hay momentos políticos concretos en los que la plena dedicación de los conocimientos académicos a los propósitos y proyectos de los gobiernos es realmente apropiada, hay otras situaciones extremas en las que las circunstancias políticas hacen que la educación comparada no pueda escribirse con ningún grado de honestidad académica. Sin embargo, no parece haber ninguna razón obvia por la cual la “educación comparada” académica deba pensarse al servicio de los gobiernos e interpretar que su problemática central sea la “política educativa”. La crítica de la política gubernamental sigue siendo, por supuesto, una opción y un servicio social útil. Mi propio término para este tipo de postura es la voz de Casandra.
En tercer lugar, hay que hacer una distinción. La educación comparada académica ha tendido a confluir en la posición epistémica y política de preguntar “¿qué y cómo podemos importar?”. La tradición de la educación “internacional” (“educación para el desarrollo”, según un vocabulario más antiguo) ha tendido a preguntar “¿qué podemos aconsejar para importar?” Se trata de una tensión no resuelta –tanto política como epistémica- que merece ser atendida hasta la invención de nuevas formas de educación comparada que reflejen un universo político y epistémico más amplio que el de la actual tradición.
Entonces, ¿es que no hay maravillas? Tal vez sí, aunque sean pequeñas. Por ejemplo, la educación comparada, en su forma actual, ya no se plantea preguntas como las que solían tergiversar los estudios educativos, por ejemplo, si somos una “disciplina” (en el sentido de Richard Peters). Además, dado el flujo de ideas que existe actualmente entre las ciencias sociales, muy pocas personas calificarían la educación comparada como “interdisciplinaria” sin definir ese término mediante el uso de un vocabulario especializado (como las distinciones que hace Basil Bernstein entre el discurso vertical y el horizontal). Así pues, nos hemos librado de dos enormes banalidades.
En cuarto lugar, la educación comparada académica tendría que llegar a un acuerdo con su hermana menor y más rica, la educación comparada aplicada en unidades de investigación dentro de las universidades, y con su poderosa hermana mayor, la investigación educativa llevada a cabo por las agencias regionales e internacionales. Conviene hacer dos observaciones. Por una parte, la “educación comparada aplicada interna” es inevitable y necesaria. Éticamente, hay cosas que deberían investigarse de manera urgente y atendiendo a precisos focos (educación con perspectiva de género, ingreso a la enseñanza superior, entre otros); políticamente, las ideologías de la “relevancia” o el “impacto” hacen que, si no existieran unidades de investigación de educación comparada “aplicada”, habría que inventarlas. Por otra parte, las agencias internacionales (cuya investigación se realiza más allá de las fronteras internacionales) se han convertido en parte del problema. Son actores políticos además de agencias de investigación. Ofrecen soluciones a los problemas diagnosticados y han construido nuevos modos de gobierno de los sistemas educativos. Por lo tanto, deben ser estudiadas por los especialistas en educación comparada.
En quinto y último lugar, si las líneas de análisis esbozadas anteriormente sobre mitos y enredos resultan ser más o menos correctas tras más investigación y replanteamientos, entonces la maravilla es que la educación comparada se libera. No es lineal. No marcha hacia delante. No es acumulativa, como si fuera una física social. Más bien lo contrario: la educación comparada académica es política y epistémicamente sensible. La educación comparada estudia modelos educativos en la intersección de la política nacional e internacional, pero existe, sobrevive (con obvias excepciones bajo extremas presiones de política nacional) y actualmente está empezando a florecer, no porque esté haciendo dinero a través de consultorías y unidades de investigación, sino porque su idea central, intelectualmente, es la “transferencia” y, moralmente, la identidad educada.
La tensión, en la intersección de la política nacional y la internacional, entre estas dos ideas centrales, ofrece por sí sola una importante agenda de trabajo; las otras ideas hacen que el reto intelectual sea aún más complejo y cobran vida y forma y contradicción a partir de las contemporáneas “lecturas de lo global”, probablemente, en un momento en el que la globalización tal y como la hemos conocido se reconfigurará bruscamente. Lo único irritante de todo esto es que la histeria por convertirse en una “ciencia” a finales de la década de 1960 condujo a la aparición de una educación comparada que sobredimensionó la política educativa y los sistemas educativos tal como habían comenzado a construirse y a comprenderse, por caso, después de la Batalla de Jena. El resultado: una educación comparada modernista, que hace hincapié en las políticas de reforma y que ignora la historia. Tal vez haya llegado el momento de dar marcha atrás.
Referencias bibliográficas
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Notas
Recepción: 03 Abril 2023
Aprobación: 14 Mayo 2023
Publicación: 01 Junio 2023